La tierra florece (discurso ambiental)
Hace unos días, mientras caminaba por una calle cualquiera, un árbol de ocobo me detuvo. Su copa llena de flores parecía suspender el tiempo. A su alrededor, personas pasaban apuradas, indiferentes. Y en ese instante comprendí algo: florecer no es un acto exclusivo de la naturaleza. También nosotros, seres humanos, estamos llamados a florecer.
Meditando sobre el significado del florecimiento, he decidido escribir este discurso como un llamamiento a ser parte del colorido despliegue de la naturaleza, el cual también puede manifestarse en nosotros como personas, como seres embebidos en el ecosistema natural que nos sostiene, así como en nuestros tejidos sociales, que no solo están vivos, sino que están compuestos por seres sintientes y conscientes de su existencia.
Estamos, día a día, viendo florecer los árboles. Incluso en los entornos urbanos escuchamos el canto melodioso de las aves cada mañana; en los bosques y parques, apreciamos el vuelo de los insectos —como mariposas majestuosas y llenas de color—. Nos recreamos con esos maravillosos animales que nos acompañan, los cánidos y félidos, que no contadas veces, se convierten en bastones afectivos. Si nos detenemos un momento a contemplar el cielo, podemos ver la sublime inmensidad que representa, el iluminado día y la oscura noche.
Sí, el mundo es un lugar sublime, lleno de belleza, poesía y grandilocuencia. Vivimos en un planeta que florece. El problema es que por estar inmersos en los amargos hechos momentáneos lo hemos olvidado. Hemos olvidado que nosotros también florecemos como seres humanos. Que nuestra vida está hecha de sueños y metas, y que la creatividad aviva esa naturaleza que nos alienta desde los pulmones hasta le último latido del corazón.
Hemos olvidado ese centro —hoy denigrado, hoy puesto en un segundo plano— al que llamamos corazón. Ese preciado organo no es solo sístoles, diástoles o impulsos eléctricos predeterminados como hemos decidido reducirlo. Es simbólicamente y culturalmente el lugar que trasciende los placeres, donde el anhelo de ser alguien, simplemente descubre, que ya somos alguien cuando cuidamos a las personas que amamos.
Pero yo les recuerdo: florecemos.
Florecemos cuando compartimos la mesa, cuando sonreímos, cuando abrazamos a nuestros seres queridos, cuando ayudamos a quien lo necesita. Florecemos cuando estudiamos, cuando avanzamos en la comprensión del mundo, cuando nos convertimos en una humanidad instruida, en una humanidad que libera su corazón, y se permite abrazar la ética fundamental de amar lo que nos rodea.
Florece entonces una felicidad compartida, una que respira aire puro.
Por eso, hoy escribo para compartirles una certeza: aunque estemos rodeados de enfermedad, caos, violencia y destrucción, no dejamos de ser una tierra florecida y llena de vida. Una mancha no daña por completo un mantel fino, hecho con los materiales más prestigiosos: solo nos indica que necesita ser lavado.
Los exhorto a tener respeto por lo que, como humanidad, hemos construido. Creo en el crecimiento esencial que se da en el cooperar y convertir nuestras diferencias en piezas que construyan la comunidad global que hoy día somos.
En este texto no voy a hablar de los malestares cotidianos que amenazan nuestra tranquilidad o la paz del corazón. Todos vivimos, a diario, apremiados por ellos. Pero sí quiero recordarles algo importante: tienen solución. Existe el perdón, la reconciliación y una mejora constante en nuestra capacidad de actuar. Y todos, sin excepción, podemos aprender algo nuevo sobre nosotros mismos y sobre el mundo, cada día.
Dejemos hablar al corazón. Dejemos florecer el verbo, hacer crecer las palabras, reparar significados oxidados por el tiempo y la intemperie. Respetemos las voces de quienes articulan sus palabras con sinceridad. Comuniquemos lo interior, porque allí todos nos encontramos: todos tenemos miedo, cargamos tristezas, cometemos errores, nos encerramos, nos volvemos distantes.
Dejemos florecer la escucha, para que nuestros oídos no escuchen corazones como mecánicas ondas sonoras, sino que sientan la esperanza de tener la oportunidad de ayudar al prójimo que sufre.
Puede que este romanticismo por el maravilloso lugar que habitamos les parezca empalagoso, pero como no valorar lo espléndido que es el mundo, nuestro mundo,
no me disculpo: quiero invitarles a amar y cuidar este maravilloso y gratuito lugar que heredamos, porque para que funcionen nuestros órganos, el de todos sin excepción, el mundo debe seguir floreciendo, una y otra vez.
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