Bíos y Zoé: La narrativa de la vida y la vida vivida
Dos palabras para la vida: bíos y zoé
Los antiguos griegos empleaban dos palabras distintas para aquello que hoy llamamos vida. No tenían un término único, sino dos vocablos con matices propios: zoé y bíos. Según la distinción clásica, zoé aludía al simple hecho de vivir, la vida común a todos los seres vivos. En cambio, bíos hacía referencia a la forma o manera de vivir característica de un individuo o grupo.
Esta diferencia no es un mero matiz lingüístico. Hannah Arendt observó que en la polis griega solo el bíos tenía sentido político, mientras que zoé quedaba relegada al espacio privado. Giorgio Agamben lo retoma para explicar cómo el poder moderno ha convertido al ser humano en “vida desnuda”: una vida puramente biológica, administrada por las estructuras del Estado.
Sin embargo, por más que bíos y zoé se entrelacen, en nuestra experiencia cotidiana intuimos la distancia entre lo que simplemente vivimos y lo que contamos de esa vida. Como decía Fernando González, hay una parte de la vida que no cabe en las cronologías. Esa es la vida sentida, la que late en silencio. La zoé pura.
La vida como bíos: cédulas, currículos y máscaras
En la Colombia contemporánea, la vida como bíos se manifiesta en la importancia que se otorga a documentos como la cédula de ciudadanía, el diploma universitario o la hoja de vida. Sin ellos, pareciera que no existimos. La sociedad exige un relato: títulos, méritos, logros, hitos. La hoja de vida es, literalmente, eso: una “vida en hoja”, condensada en una narrativa validada por el sistema.
Michel Foucault habló de cómo las instituciones modernas transforman a las personas en expedientes, en casos. El puntaje del Sisbén, el historial laboral, los certificados: todo ello forma el bíos, una versión visible de quiénes somos. Incluso las redes sociales participan de esta construcción: una biografía pública de sonrisas cuidadosamente seleccionadas.
Gabriel García Márquez lo dijo con claridad: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. El problema surge cuando confundimos ese relato con la verdad total de nuestra existencia. El riesgo es terminar creyendo que somos solo eso que mostramos.
La vida como zoé: emociones, traumas, memorias
Frente al desfile de logros y papeles, existe una vida interior que no se ve: la zoé. Es el amor de una madre, la tristeza de una pérdida, la risa en una tarde cualquiera, la ansiedad que no se cuenta. Es la vida que se siente, no la que se exhibe. Ninguna de estas vivencias aparece en la cédula ni en el currículum, pero sin ellas no hay humanidad.
Héctor Abad Faciolince nos mostró en El olvido que seremos que lo importante no son los títulos de su padre, sino su olor, su voz, su forma de amar. María Mercedes Carranza retrata una Colombia desgarrada no con cifras, sino con imágenes poéticas: “En esta casa todos estamos enterrados vivos”. Esa casa es la patria, y también el corazón humano.
En las fiestas de carnaval, en los barrios de Medellín, en los cafés de Bogotá, hay un zoé que vibra. A veces bajo máscaras, a veces en silencio. Pero siempre presente.
¿Qué ocurre cuando olvidamos el zoé?
La separación entre lo que mostramos y lo que sentimos genera alienación. Podemos tener una historia brillante —el bíos— y, sin embargo, sentirnos vacíos. También ocurre lo contrario: quien vive profundamente, pero a quien el sistema niega una historia. El migrante sin papeles, el habitante de calle, la víctima no reconocida.
El relato oficial del conflicto armado colombiano solía ser un conteo de muertos. Solo con las comisiones de la verdad empezamos a escuchar el zoé: las historias sentidas. Reunir bíos y zoé es un acto de justicia.
Vivir verdaderamente: reconciliar lo visible y lo sentido
¿Dónde reside el sentido de la vida? Tal vez en unir ambos aspectos. Hannah Arendt hablaba de la importancia de la acción pública. Agamben nos recuerda que la vida reducida al cuerpo administrado es inhumana. El equilibrio está en dejar que el zoé alimente al bíos, y que este sea un cauce digno para la experiencia vital.
Cuando nos atrevemos a narrar nuestras emociones, cuando la hoja de vida deja espacio a la fragilidad, cuando nos reconocemos más allá de los títulos, estamos honrando el zoé. Vivir no es actuar según un guion; es sentir el milagro de estar vivos, aquí y ahora.
Conclusión: Solo en el zoé la vida cobra sentido
Podemos cumplir todos los pasos del bíos y, sin embargo, no sentirnos vivos. La cédula dice cómo nos llamamos, pero no quiénes somos. La hoja de vida no cuenta nuestros sueños ni nuestros dolores. La historia que mostramos puede ser una máscara. Pero el zoé —ese latido callado— sigue allí, esperando ser vivido, reconocido y celebrado.
En Colombia y en el mundo moderno, recordar la existencia del zoé es un acto de resistencia. Es cuidar lo invisible. Es darnos permiso para ser humanos más allá del expediente. Porque solo en el zoé, en lo que sentimos con profundidad, la vida cobra su verdadero sentido.
Autores citados: Hannah Arendt, Giorgio Agamben, Michel Foucault, Fernando González, Gabriel García Márquez, María Mercedes Carranza, Héctor Abad Faciolince.
Comentarios
Publicar un comentario