Cuando sientas rabia, acuérdate de Dios.

Cuando sientas que la desgracia recorre tu vida y las lágrimas broten profusas de tus ojos; cuando tu sonrisa permanezca congelada y tu mirada solo encuentre problemas en los rincones del mundo; cuando sientas que ya no tienes fuerzas para seguir, y tu corazón se llene de rabia y rencor hacia aquellos en quienes confiaste sin recibir siquiera un verdadero agradecimiento; cuando hayas hablado con franqueza, aun a riesgo de quedar mal por mostrar quién eres, mientras otros solo se ocuparon de hablar de ti a tus espaldas, como cobardes y miserables…

Recuerda, por favor: quien confía en Dios confía también en el perdón, en el amor y en la grandeza que ilumina la vida del humilde y honesto. Esa grandeza pertenece al inocente que, más que ingenuo, fortalece su espíritu para ser cada día más bondadoso y dispuesto a servir al mundo. Porque sabe que la vida es pasajera, que la belleza se desvanece, el dinero no alcanza para evitar el dolor ni de la tragedia y al final solo queda el fruto de nuestras acciones en lo más profundo del corazón.

Es esa huella la que llevaremos a la eternidad, y somos nosotros quienes decidimos cómo será. Podemos irnos con un corazón cargado de odio o con uno libre, sereno y lleno de amor, agradecidos por el camino que Dios nos permitió recorrer.

Incluso si enfrentamos martirios y la violencia de hombres en cuya alma aún habita la maldad, quienes confían en Dios eligen despedirse de esta vida material con una sonrisa, en paz consigo mismos y con la satisfacción de haber amado y servido hasta el último aliento.

Confía. Perdona. Ama.

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